“Las revoluciones se abatirán sobre Roma, y
los desastres disminuirán por las satisfacciones de los santos. La cizaña será
arrancada y luego la mano de Dios volverá a imponer orden allí donde será
impotente el esfuerzo humano. Los castigos de la tierra serán mitigados, pero
los del cielo serán universales y espantosos. Millones de hombres morirán por
el hierro, sea en la guerra, sea en las luchas civiles; otros millones
perecerán de muerte imprevista. Después, naciones enteras volverán a la unidad
de la Iglesia, muchos turcos, paganos, judíos serán convertidos y su fervor
llenará de confusión a los antiguos cristianos.”
(…) “Todos los enemigos de la Iglesia,
ocultos o aparentes, perecerán en las tinieblas, con excepción de algunos que
Dios convertirá después. El aire será apestado por demonios que aparecerán bajo
toda suerte de formas horribles. Los cirios benditos preservarán de la muerte
así como las oraciones a la Santa Virgen y a los ángeles. Después de las
tinieblas San Pedro y San Pablo descenderán de los cielos, predicarán en todo
el universo y designarán al Papa. Una gran luz saldrá de su persona e irá a
posar sobre el Cardenal futuro Papa.”
Quedé pensativo luego de leer estos
párrafos atribuidos a Ana María Taigi por sus biógrafos. ¿Cómo pudimos tomar al
pie de la letra a una chupacirios?
Algunos de sus
anuncios son claramente falsos, como el descenso de San Pedro y San Pablo de
los cielos para predicar por doquier y designar al Papa.
Esta frase no estaba en otras versiones leídas
por mí antes. Al leer semejante despropósito, la beata perdía a mis ojos su
aura de infalibilidad. Y aunque quisiese considerarlo una metáfora, ahí estaba
su otro anuncio increíble: “muchos turcos, paganos, judíos, serán convertidos y
su fervor llenará de confusión a los antiguos cristianos”. ¿Ah, sí? Con el
cristianismo en retroceso, un cataclismo podría reavivar la fe de quienes la
han perdido, pero no haría cristianos a los musulmanes y los judíos, quienes
interpretarán lo ocurrido en el contexto de su propia fe.
Esto cambiaba las cosas. La esperanza era
posible. Si Taigi se equivocaba en una parte de su profecía, podía equivocarse
en todo. ¿No habría cataclismo? Antes de sacar cualquier conclusión, examiné la
Biblia con algún detenimiento… un párrafo había escapado a mi análisis, ahí
estaba la clave de todo:
“Y extendió Moisés
su mano hacia el cielo, y hubo densas tinieblas por toda la tierra de Egipto
por tres días. No se veían unos a otros, nadie se levantó de su lugar en tres
días. Mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones”
(Éxodo 10:
22-23)
¡Ana María Taigi
había copiado el Libro del Éxodo! Tres días de tinieblas en Egipto, que ella
proyectó al futuro, extendiéndolos al mundo entero… quizás a causa de una
visión apocalíptica. Pero ya no podía saber cuál aspecto de su visión
correspondía al futuro, y cuál era reflejo de sus lecturas bíblicas.
El escepticismo se derramó sobre mí como un
balde de agua fría. Entonces comprendí que mi segundo diagnóstico, a saber, la
profecía de San Malaquías -la única de tan largo alcance que no se ha
equivocado nunca, tal vez gracias a su laconismo- podía no estar ligada con la
predicción de la beata Taigi.
En efecto, el
texto atribuido a San Malaquías sólo menciona la destrucción de “la Ciudad de
las Siete Colinas”, vale decir, Roma. Esto no implica necesariamente el fin del
mundo. La frase final, “y el Juez tremendo juzgará a su pueblo”, es pura
escatología, una vez destruida la Ciudad Eterna y muertos sus habitantes, es
lógico para un cristiano creer que Dios los juzgará.
En cuanto al tercer diagnóstico, la profecía
de Juan de Rocapartida, es poco lo que se sabe de su autor. No hay garantías de
que sea un gran profeta. Tantos han anunciado el fin del mundo, y llegado el
momento nada ocurrió. ¿Porqué hacerle caso a él?
De modo que la esperanza era posible. Juan de
Rocapartida sin autoridad, Taigi
equivocada, “San Malaquías” escatológico, y no habrá tres días de tinieblas.
¿Así de fácil? La esperanza es persuasiva,
como un canto de sirena que nadie quiere dejar de oír, aunque navegue hacia un
abismo… me rasqué la cabeza. Siempre me precié de captar la verdad, por más
increíble que parezca, y aunque venga envuelta en exageraciones o mentiras. La
profecía de Taigi contiene elementos de mitología bíblica, pero en ella palpita
el auténtico terror de un acontecimiento inaudito. La Virgen de La Salette y la
de Akita ofrecen las mismas visiones de fuego en el cielo. Juan de Rocapartida menciona
“el fin de los tiempos”, lo cual no suena nada bien. Y el “Juez tremendo” de
San Malaquías me sigue asustando…
Estaba atardeciendo. Tomé las fotocopias
anilladas y salí rumbo al Palacio Barolo. Mientras caminaba por la avenida de
Mayo iba mirando las cúpulas cuyas agujas doraba el sol poniente, las ventanas
reflejando el cielo, las estatuas en lo alto, testimonios de un tiempo
glorioso. Aquí había pasado la mayor parte de mi vida: en aquella buhardilla
tuve un encuentro erótico, por aquellas escaleras trepé poseído en pos de una
ilusión efímera. Más allá, en aquel portal ingresé a mi primer trabajo.
No podía creer que esta ciudad desapareciese. Que
un aire caliente, salido de la boca del infierno, la quemase hasta reducirla a
un esqueleto ennegrecido. Como Borges, consideraba a Buenos Aires “tan eterna
como el agua y el aire”. Tal vez las profecías estaban equivocadas. Debían
estarlo. O quizás, el mundo entero desaparecería, excepto esta ciudad. ¡Porteño
engreído! Sólo eso te falta, creerte único, destinado a sobrevivir. Ya
bastantes estúpidos se creen elegidos, no hace falta engrosar la lista. ¿El
Flit elige las moscas que mata? Se expande como una nube fatal, y caiga quien
caiga. Seres humanos, moscas… no hay diferencia.
Sin darme cuenta había llegado a la puerta
del Barolo. El encargado no estaba a la vista. Bajé las escaleras hasta el
segundo subsuelo, y me encontré en tinieblas. No había electricidad. Al bajar
el último escalón sentí que mis pies se mojaban.
-¿Quintana?
Una luz se fue acercando por la escalera
detrás mío, como una antorcha vacilante. Era una lámpara enjaulada con un mango
metálico, de esas que usan los plomeros para alumbrarse cuando trabajan en un
pozo. Su luz mortecina caía sobre el rostro de Quintana, dándole tintes
cadavéricos.
-Demetrio… el
sótano quedó sin luz.
-Esto está
inundado…
-Parece que se
pinchó un caño, debe haber estado perdiendo todo el fin de semana.
-¿No será un drenaje
del arroyo entubado?
-No… según el
plomero, el agua viene del primero, donde vive doña Rosa, una viejita arterioesclerótica.
Se olvidó la canilla abierta, y el agua filtró por el caño de bajada.
Avanzamos alumbrados por la lámpara, cuyo
cable larguísimo traía electricidad desde el primer sótano. El piso iba en
bajada, ahora el agua nos daba a las rodillas.
-Cómo puede ser,
tanta agua…
Cuando llegamos a la puerta de la baulera,
presentí el desastre. Verdaderas olas pasaban por el portón de reja hacia
nosotros, mientras en algún lugar se oía un chorro tumultuoso desplomándose
desde lo alto. Quintana abrió el portón y entramos vadeando el agua a la
Cápsula del Tiempo. La linterna alumbró un caos de objetos flotando y
remolineando en la corriente, barajas, papeles diversos –irreconocibles-,
banderines, el bandoneón navegando como un extraño submarino, piezas de rasti
sueltas, el globo terráqueo a la deriva… ¡mis libros de poesía, deshechos,
ilegibles! Tomé uno en la mano, apenas un pedazo de pasta de papel chorreante,
donde aún se veía un pájaro de colores volando sobre un pentagrama.
-No puede ser…
Quintana se adentró en los círculos
interiores de la Cápsula del Tiempo y yo lo seguí desolado, pues con él se iba
la luz. Atravesamos el portal bajo que daba al Santasanctorum, y mi compañero
lanzó un grito ahogado.
-Tita…no…
En efecto, el poster de Tita Merello
mostrando su espaldita lucía una mancha de humedad enorme que lo deformaba en
un ángulo inverosímil. Los zapatos de charol navegaban cerca de la pared, mientras los falsos cirios eléctricos se
amontonaban sin ton ni son sobre el pseudo altar, como peces muertos. Las joyas
de la actriz, amorosamente coleccionadas por Quintana durante años, se habían
dispersado con la inundación; muchas se perderían, tragadas por las
alcantarillas.
-Todo se ha
perdido… no podré volver a armar esta colección.
La lámpara mostraba el perfil de Aniceto
Quintana, profundamente tajeado por las sombras.
-Tita vivía
aquí… esta era su casa para la eternidad.
-No hay nada
eterno, Quintana.
El perfil de sombra y luz se me acercó.
Quedamos a pocos centímetros el uno del otro, con la lámpara de por medio.
-Usted no es
nadie –me soltó con dureza-. Creyó que sus poemas iban a ser leídos por la
posteridad, ya puede desengañarse de eso.
No había lugar para medias tintas bajo esa
lámpara desnuda: o sombra o luz. Decidí hablar sin complejos.
-Vea, Quintana,
usted es un pelotudo. Mis poemas están perdidos para la posteridad, con
cataclismo o sin él. Los traje aquí por seguirle la corriente. Pero usted creyó
que el tiempo respetaría su berretín de tango y su pasión polvorienta por una
actriz en blanco y negro… ¡nada va a quedar, Quintana, todo se lo tragará el
olvido!
Bajó la cabeza, como queriendo ahuyentar mis
palabras. El ruido del chorro cayendo se oía cerca nuestro. Por fin levantó de
nuevo su rostro hacia mí.
-Váyase de acá
ahora mismo, y no vuelva.
-Me voy, sí.
Abandono la Cápsula del Tiempo, hecha para resistir un Cataclismo de Fuego…
pero no aguantó el caño pinchado de una vieja.
Vadeé la baulera inundada en completa
oscuridad, y con el agua hasta las rodillas. Por fin di con la escalera, y subí
los peldaños hacia la luz. Desemboqué en la galería hecho un pato mojado de las
rodillas para abajo; me despedí de las gárgolas eternamente vigilantes y salí a
la calle.
La noche era fría y diáfana. El cielo azul
acero clareaba tras la cúpula del Congreso, donde asomaba una delgadísima media
luna. Eché a caminar hacia allá, libre de preocupaciones. “No vale la pena
querer dictarle planes al futuro –pensé-. Basta a cada día su propio afán.
Mañana veré el amanecer… y tal vez componga un poema, sólo para mi musa y para
mí.”
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