Las cinco de la
tarde. Yo estaba en mi escritorio, acomodando los papeles de tres sucesiones
que estaba llevando. Mis clientes eran todos parientes, con los mismos nombres
intercambiados, lo cual me hacía confundir seguido. Para evitarlo, había
comprado carpetas de distintos colores para cada sucesión, pero aún así las
partidas de defunción y nacimiento de homónimos me tenían a mal traer.
En eso sonó el
timbre; aproveché la distracción para apilar las carpetas y guardarlas,
olvidándome del trabajo por el resto del día. Bajé por el ascensor hasta la
planta baja, y cuál no sería mi asombro al encontrarme al Maniquí Quintana en
persona frente a mi puerta. De traje y corbata, como siempre, parecía apurado.
-¿Cómo le va,
Quintana? ¡Qué sorpresa!
-Me estoy yendo
para la cápsula del tiempo. ¿Quiere venir?
-¿Ahora?
-Sí. Vamos en mi
auto.
Eché una mirada al Mercedes Benz con las
balizas titilando.
-Espéreme un
minuto. Traigo unos libros y voy con usted.
No me
la iba a perder. Mientras subía por el ascensor me decía que este tipo hacía
las cosas rápido. Sólo una semana atrás su proyecto estaba verde, y ahora ya
hablaba de él como si fuese una realidad. Tomé un ejemplar de cada uno de mis
cinco libros de poemas, y bajé a reunirme de nuevo con Quintana. El viaje en el
Mercedes fue breve, sin que ninguno de los dos pronunciase una palabra. Había
un asunto de faldas entre ambos que no deseábamos discutir.
Quintana aparcó el Mercedes en el
estacionamiento de Hipólito Yrigoyen y Sáenz Peña, y ambos nos dirigimos a pie
por la Avenida de Mayo, hasta la entrada del Palacio Barolo. Allí nos esperaban
tres personas: Heriberto Antelo, Fabián y Rómulo, el calvo de ojeras oscuras
especialista en Nostradamus. Me puse contento al verlos; uno necesita un grupo
de amigos, qué diablos. Ingresamos in toto a la augusta galería de altísimas
arcadas desde cuyos ángulos espían largas gárgolas, símbolo del Inferno
dantesco. Todo el edificio fue concebido como un mausoleo consagrado al Dante,
cuyas cenizas debían ser traídas de Italia para reposar aquí, según proyectó el
arquitecto Mario Palanti, destacado esoterista y masón. Detrás del aspecto
utilitario de la construcción –mayormente alberga oficinas- se esconde una
estructura simbólica muy elaborada, inspirada en la Divina Comedia. Los pisos 1
a 14 simbolizan el Purgatorio (y las oficinas lo interpretan fielmente,
inmersos como están sus ocupantes en el purgatorio de la burocracia
administrativa o judicial). Por encima de ellos, -entre el piso 14 y el 22- se
encuentra el Paraíso, rematado por la cúpula que sostiene el faro, símbolo de los nueve coros angélicos y la luz divina.
Quintana saludó al encargado de seguridad y
encabezó nuestro descenso al segundo y tercer nivel del Inferno, vale decir, a
los sótanos. Dejamos atrás los nichos con sus medidores de luz y gas envueltos
en telarañas, y seguimos bajando con aprensión. Al final de las escaleras nos
encontramos en un pasillo oscuro con las paredes descascaradas por la humedad;
nuestro guía empujó una puerta sin llave y dimos en una especie de túnel. Avanzamos
en fila junto a una tubería salitrosa, hasta encontrar un portal bajo coronado
por un monograma en hierro forjado con las iniciales AQ. Quintana se detuvo
ante la puerta cerrada y nos ofreció una breve explicación:
-Esta es la
baulera que corresponde a mis oficinas del quinto piso. Como pueden ver, es la
única en este sector.
Abrió con su
llave y dio luz sobre una amplia estancia cuyos límites se perdían en las
tinieblas. En el sector más cercano -donde alcanzaba la luz- anidaba un
cambalache inverosímil de objetos apilados sin ton ni son, una Venus de Milo,
un bandoneón, un almanaque con dibujos rurales de Molina Campos, un mascarón de
proa figurando una sirena, un póster de la Vuelta de Rocha, una estación
espacial armada con piezas de rasti, Las Aventuras de Hijitus –video HS-, un
mazo de cartas de truco, un candelabro con velas chorreadas formando
estalactitas, latas cerradas con semillas de todos los árboles y plantas que
componen un bosque, fotos de Edmundo Rivero y Aníbal Troilo, un juego de
sartenes y cacerolas, tintura para el cabello rubio ceniza, un diccionario del
esperanto, la carta constitutiva de las Naciones Unidas, un globo terráqueo, la
receta para fabricar helado, la receta del strúdel, la receta para hacer pizza,
los anteojos de John Lennon, un teléfono móvil, una pelota de fútbol, un
matamoscas, un banderín de Boca, un paraguas…
-¿Qué es todo
esto?
-¿No se lo
imagina?
-La Cápsula del
Tiempo… ¿esto es lo que se va a salvar del Cataclismo?
-He estado
recibiendo donaciones. Todavía falta lo principal, eso lo voy a agregar yo. Acá
–dijo, señalando unas hileras circulares de ladrillos a medio levantar- voy a
compartimentar, habrá tres niveles.
El diseño de Quintana para su Cápsula del
Tiempo era similar al de Atlantis, según Platón: tres círculos concéntricos. Al
primero se accedería por la puerta de su baulera. Me pregunté qué pondría en el
tercero, el Sanctasantórum.
-Bueno… yo
traigo estos libros de poesía…
Me sentí un poco ridículo depositando mi
ofrenda a un futuro incierto en este sótano perdido. Por no hablar de la
compañía pedestre para mis libros… pero me dije que en una librería tal vez se
encontrasen en una compañía peor.
-¡Eh, miren
esto!
El grito de Rómulo me sobresaltó, estaba
fuera de mi alcance visual, en la zona de sombras más alejada. Los demás ya
corrían hacia allá, yo los seguí. Por un momento me pareció pisar tierra, la
baulera de Quintana parecía abierta al “barro fundamental” de Borges. Al llegar
junto a Rómulo quedé perplejo, y no menos lo estaban mis compañeros. En la
tierra había hundido un relieve de madera dorada representando un cangrejo.
-¿Y esto?...
Quintana llegaba hasta nosotros caminando
sin apuro.
-¿No lo
reconocés, Rómulo?
-A mí me parece
el signo de Cáncer.
-Exacto. Ahora
vengan conmigo.
Saqué una foto a la figura con mi celular, y
me apresuré a reunirme con el grupo, que avanzaba en la oscuridad. Comenzó a
oírse el rumor de una corriente de agua.
-¿Qué es eso? –preguntó
Antelo, sin poder disimular el temor en su voz. Estábamos en territorio
desconocido. Quintana respondió algo entre dientes, y Fabián lo tradujo para
nosotros:
-El Arroyo
Tercero del Medio.
Cómo es posible, pensé, si estamos en medio
de la ciudad. ¿Un arroyo subterráneo, fluyendo libre? Creía que toda el agua
corría entubada por aquí. No pregunté nada, porque temía perder la luz de
nuestro guía, y perderme yo en este mundo tenebroso. De pronto la luz se
detuvo, enfocando al suelo. Otro relieve dorado.
-Este es Leo,
sin dudas –confirmó Rómulo, satisfecho.
-Los otros
signos no se los puedo mostrar, están cruzando el arroyo. Pero existen, pueden
estar seguros.
-¿Un zodíaco
gigantesco, acá abajo?
En ese momento empezó a crecer un trueno
sordo y amenazante que tapó nuestras palabras por un rato: el tren subterráneo.
Nos encontrábamos en un nivel inferior a las vías, a juzgar por donde parecía
venir el ruido. Pasó sobre nosotros como un rugido del averno y cambió de tono
conforme el tren se alejaba.
-Volvamos.
–susurró Antelo, asustado.
Emprendimos el regreso en la oscuridad, de
pronto alguien puteó en voz alta.
-Heriberto
¿estás bien?
-…
-¿Estás bien?
-Sí, no es nada.
Me tropecé.
Por fin llegamos a la baulera, pero no nos
apetecía detenernos a conversar bajo su luz mortecina. Queríamos volver al
mundo normal. De modo que seguimos de largo, dejando a Quintana atrás para
cerrar. No paramos hasta llegar a la calle, pues incluso las gárgolas oscuras
de la galería nos hacían sentir incómodos.
-Che Fabián,
pasame un faso.
Heriberto recuperaba la serenidad y el color
bajo la enfática luz de la Avenida de Mayo. No bien Quintana se nos reunió,
fuimos en barra a tomar café en la confitería de “Los 36 billares”. Estaba
atardeciendo. Yo pedí un cortado, mientras los reflejos azules y rosas del
cielo se posaban en las vidrieras.
-Bueno Aniceto,
cortala con el misterio. ¿Quién puso esos signos zodiacales ahí abajo?
-Pensá un poco,
Rómulo. ¿Quién pudo ser?
-¿Vos?
-No seas boludo.
-¿Quién más?...
-Palanti.
-Muy bien
Fabián. Exacto, Mario Palanti, el constructor del Palacio Barolo.
-Guau.
-O sea que eso
está ahí desde hace un siglo…
-El zodíaco
subterráneo rodea al Palacio Barolo como un reloj de las eras. Yo calculo que
debe tener más de cien metros de diámetro.
-¿Cuánto vino se
tomó?
-¿Quién,
Palanti?
-Sí, él. Y
también Barolo, y su amigo Salvo, quien hizo construir un palacio gemelo al
otro lado del río. Esos masones se mamaban todos juntos.
-Cuando paso por
la logia de la calle Perón hay un olor a vino…
-Son todos
borrachos, los masones.
-Se juntan para
mamarse, ese es el famoso secreto de la masonería.
-Le ceremonia de
iniciación consiste en sumergir al adepto en un barril de tinto, y no dejarlo
salir hasta que se lo traga entero.
-¡Qué bien
informados están, muchachos!
-Te lo digo
posta, Aniceto.
-No lo dudo, mi
querido Heriberto. Pero en una de ésas querían simbolizar algo más, aparte de
sus delirios báquicos.
-¿Algo más?
¿Cómo qué?
-Bueno… -aquí
Quintana se inclinó hacia adelante, dando a entender con su lenguaje corporal
que el momento de las bromas había pasado para él- el Palacio Barolo, con su
torre central más alta que cualquier otro edificio porteño de su época, es un
Axis Mundi, con sus tres niveles de rigor. Y esto no se remite sólo a la Divina
Comedia, sino a la Gran Tradición esotérica universal. El plano del zodíaco
corta el eje del edificio a 23º 27’, como el zodíaco sideral lo hace con el Eje
Polar. Lo he comprobado personalmente.
-Un momento.
-intervine- ¿Me está diciendo que ahí abajo hay un plano inclinado más de 23
grados? Eso podría desbalancear el edificio.
-Palanti era un
capo, un arquitecto de primera. No iba a hacer una chambonada así. Los signos
opuestos a Cáncer están en un pozo, son cada vez más profundos hasta llegar a
Capricornio, ése tiene como veinte metros de hondo. Así que el edificio se
asienta sobre terreno nivelado, sólo los signos en sus pozos marcan un círculo
de 23° 27’ con respecto a la horizontal.
-¿Y usted vio
esos pozos? –pregunté, todavía escéptico.
-Perdí dos
trajes explorando ese laberinto. Crucé a nado el arroyo subterráneo, y al final
me asomé a Capricornio. Alumbré con la linterna el fondo de ese pozo horroroso,
y le aseguro, Demetrio, que ahí está el signo, brillando en la oscuridad.
-¿Cruzaste el
arroyo subterráneo de traje? –se asombró Heriberto- ¡Con razón te dicen
Maniquí!
-Yo no me visto
como un linyera, por más zodíacos subterráneos que deba explorar.
Todos quedamos admirados. Con esta anécdota,
la elegancia de Quintana adquiría matices legendarios.
-¿Entienden
ahora por qué elegí este lugar para mi cápsula del tiempo? El Palacio Barolo no
es un lugar cualquiera. Simboliza el mundo, este mundo actual en que vivimos,
con sus rasgos celestes, su estética y sus mitos. Si hay un cataclismo de
fuego, el edificio sobrevivirá por sus dotes arquitectónicas, y con él, los
tesoros ocultos en su interior.
-Un legado del
Cuarto Mundo -según la tradición- para las generaciones venideras.
-Yo pensé que
Argentina estaba en el Tercer Mundo. Ahora ya pasamos al Cuarto, qué cagada…
Quintana hizo caso omiso al chiste de Antelo,
tenía algo más en mente. Se inclinó sobre la mesa y nos habló en un tono
confidencial.
-Esto que vieron
hoy, no lo vieron. Nadie más en el club conoce la ubicación de la Cápsula del
Tiempo, y quiero que siga así.
-¿Malena no lo
sabe? –preguntó Heriberto con insidia.
-Malena es una
gringa –se desentendió Quintana, como si su nacionalidad la
descalificara.- No pienso ponerla al
tanto.
-¿Y por qué?
Quintana miró a Heriberto con lástima.
-¿Vos conocés
alguna mujer que sepa guardar un secreto?
Todos callamos ante tamaño argumento.
Quintana prosiguió, didáctico.
-El Club tiene
tres niveles, como la Cápsula del Tiempo. En el círculo exterior están los
neófitos, a prueba. En el intermedio, los asiduos, quienes ya participan en el
proyecto aportando materiales e ideas. En el interior estamos nosotros cinco,
custodios del Secreto.
Me pareció un poco teatral su exposición.
Supongo que él deseaba asegurarse de nuestra discreción.
-Por mí no hay
problema. –declaró Rómulo.
Fabián, Heriberto y yo asentimos.
-Hecho,
entonces.
Quintana pidió la cuenta y no nos dejó
pagar nuestra consumición. Alguien pudo creer que estaba comprando nuestro silencio.
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