“El sábado hay
sesión en el club. No deje de faltar.”
Tal el escueto
mensaje de texto que recibí en mi móvil. Quintana copiaba mis chistes; si no
era una muestra de amistad, al menos denotaba influencia literaria.
-El sábado a la
tarde tengo una reunión.
-¿Alguna relación
pendiente?
-Nada de eso. En
este año me hice asiduo a un club.
-No te veo a vos
en un club deportivo.
-Es otra clase
de club. Estudiamos profecías.
-No suena muy
divertido.
-No lo es, para
quien no le interesa especialmente el tema.
-Bueno, entonces
el sábado yo me voy a cenar con Silvia.
-Buena idea.
No quise contarle de la mansión en Palermo
Chico y los canapés, porque entonces querría venir. Y si yo me había tomado con
soda su revelación, ella se tomaría la mía con tequila… mejor evitar una escena.
Llegó el sábado, y me encontré en la cuadra
que tan bien conocía. Al cruzar frente a la garita del guardia, noté un
movimiento inusual. El tipo estaba adentro con una mina. No me pareció muy
profesional que digamos. Mal podía vigilar la calle mientras estaba con su…
¡con Malena! No había posibilidad de error.
Qué bajo hemos
caído… hice caso omiso de ellos y golpeé la aldaba. Sin darme cuenta comencé a
cantar el tango “Arrastrada”; Heriberto, quien recién llegaba, se unió a mi voz
y así hicimos nuestra entrada triunfal a la mansión, cantando a dúo como dos
tenores.
-¿A qué viene
tanta alegría, muchachos? –saludó Fabián.
-A que se acaba
el mundo, hombre, y hay que celebrar.
-¡Eso, alegría!
–gritó Heriberto, batiendo palmas y haciendo levantar a los presentes, quienes imitaron
su acción sin ningún motivo. Tal vez el vino ya les estaba haciendo efecto.
Cuando Quintana hizo su aparición bajando las escaleras, el aplauso general se
convirtió en ovación.
-¡Salve, Noé de
los fuegos!
-¡Morituri te
salutant!
-Queremos entrar
en el Arca… a mí háganme un lugarcito al lado del orangután.
-El lugar es
todo tuyo. Yo no me acuesto con la orangutana ni en pedo.
-Calma, calma.
Habrá lugar para todos.
-¡Así se habla!
¡Quintana presidente!
-¡Pre-si-dente!
¡Pre-si-dente!
-Ustedes saben
que mi bisabuelo fue presidente… y le habían puesto el mismo apodo que a mí: el
Maniquí. Los Quintana hemos sido la norma de elegancia argentina por
generaciones.
-¡Queremos
subsidios!
-Tranquilo, Rómulo.
Los subsidios dentro de poco no servirán de nada.
-Yo lo quiero
igual. Moriré contento con mi subsidio.
-¿Eso sería un
subsidio o un suicidio?
-Qué se yo. Tal
vez el suicida pretende un subsidio en el más allá.
-Se los promete
San Pedro y después no cumple.
-Bueno, dáselo
igual, Aniceto, así no jode.
-Cuando sea
Presidente… -Quintana tomó asiento en la plataforma baja que ocupaba el centro
del salón, e invitó a todos a imitarlo. El caos alcohólico comenzó a
evaporarse, y un atisbo de orden y propósito definido comenzó a adueñarse de la
reunión- tal vez sea el Presidente de un grupo muy pequeño de sobrevivientes.
-¿Realmente lo
creés así, Aniceto?
-Una parte de mí
no lo acepta, es mi sustancia sometida a la inercia. Nunca pasó nada
extraordinario, me dice, y nunca pasará. El mundo seguirá igual hasta que te
mueras de viejo, esperando un cataclismo imaginario. Pero otra parte mía lo
cree muy posible, ésta es mi mente. Las mejores profecías concuerdan, algo va a
pasar diferente a todo lo visto antes.
-Algo siniestro…
-Sí, algo
jodido, y no falta mucho tiempo.
En este momento, Augusto se puso de pie. No
lo veía desde las primeras reuniones. Por lo visto, los canapés pesaban más que
su escepticismo inveterado a la hora de aceptar una invitación.
-La última vez
que estuve acá se hablaba del Fin del Mundo como algo lejano, un evento mítico.
Lamento ver que el fanatismo y la sinrazón han progresado: ahora están
convencidos de que todo se acaba dentro de poco. Parecen unos fanáticos
religiosos, anunciando los Últimos Días.
-Hay una
diferencia, Augusto –respondí-. Nosotros no nos atenemos a un dogma religioso,
no creemos que ningún libro trae la Palabra de Dios. Por favor, no nos metas en
la misma bolsa con los fanáticos religiosos.
-Pero creen en
el Fin del Mundo.
-No creemos Quia Absurdum, como los religiosos.
Examinamos los hechos, como la disminución del campo magnético. Y tomamos en
cuenta las visiones de cualquier persona, aunque no se describan en ningún
libro sagrado. Procedemos exactamente al revés que los religiosos: ellos
aceptan la palabra divina porque está contenida en un libro canónico “infalible”
–llámese la Biblia, o el Corán, o el Talmud- y luego tratan de hacerla
coincidir con la realidad, a la fuerza. Generalmente las piezas no encajan,
porque se las quiere unir con un criterio apriorístico. Según ellos, la Biblia
no se puede equivocar, ergo hay que hacer coincidir sus descripciones (muchas
veces absurdas) con eventos históricos. Esas coincidencias, repito, son
forzadas y lamentables.
-¿Y ustedes no
proceden así?
-No. Para nada.
Nosotros tomamos examen a la profecía, esté escrita en la Biblia o en el
cuaderno de un alumno de la secundaria. Si presenta coincidencias con la
realidad la tomamos en cuenta, si no, la descartamos. Yo le doy más importancia
a Ana María Taigi, o a Solari Parravicini, que al Libro de las Revelaciones del
Nuevo Testamento. ¿Por qué? Pues porque han acertado más de una vez en sus
predicciones, de manera explícita. Así que primero miramos si el vidente
aprueba el examen, es decir, si tuvo una proporción de aciertos significativa,
y luego recién analizamos sus predicciones para el futuro, no cumplidas aún.
-Y entre esas
predicciones está la del Fin del Mundo.
-O un evento muy
parecido a eso.
-Para dentro de
poco.
-Me temo que sí.
-¿No toman en
cuenta el azar? A veces la realidad coincide con algo visto en sueños por
alguien, pero otras veces (las más) no coincide. Quedarse paralizado por esas
visiones agoreras no vale la pena, es una pérdida de tiempo.
-Mirá, hace poco
leí un libro sobre la ciudad perdida de Z, una especie de El Dorado amazónico
que costó la vida al gran explorador Fawcett, y a varios más que fueron tras
él. El autor del libro, David Grann, entrevistó a un cacique indígena en un
pueblo de la selva por donde pasó Fawcett casi un siglo atrás. El cacique contó
que le daba mucha importancia a sus sueños. Si soñaba con una situación
peligrosa, ese día no salía de cacería. Era un hombre sabio. Más sabio que
muchos licenciados diplomados en nuestras universidades y academias.
-Hoy día no
podemos actuar como ese cacique –intervino Fabián-. El hombre contemporáneo
tiene ocupaciones programadas con meses de antelación y no puede suspenderlas.
Por ejemplo, un pasaje de avión. Se compra meses antes. Cuando llega el día de
viajar, es muy difícil perder el vuelo por un presentimiento vago, sin saber si
es provocado por temores subconscientes, o por
una auténtica premonición.
-Había un tipo
–acotó Rómulo- que al tocar a los pasajeros de un vuelo fatídico antes de
embarcar, veía el avión negro. Entonces les advertía que ese avión iba a caer,
ahí mismo, en la sala de embarque. ¿Te imaginás estar en una situación así?
-Yo no le haría
caso –declaró Augusto.
-Bien por vos.
Un esprit fort.
-Claro, el tipo
puede ser un bromista, y hacerte perder mil o dos mil dólares que cuesta el
pasaje.
-O alguien
sincero cuya imaginación le mostró una visión falsa, destinada a no cumplirse.
-O ha visto el
futuro, y tu avión se va a estrolar…
-Una situación
de mierda.
-El cacique amazónico
no tiene esos problemas, todas sus actividades pueden suspenderse en el
momento.
-Ahora recuerdo
otro caso –dijo una mujer mayor que casi nunca hablaba en las reuniones-. ¿Se
acuerdan de ese piloto brasileño que se mató? ¿Cómo se llamaba…?
-Ayrton Senna.
-Ése. Me acuerdo
haberlo visto en televisión el día de su última carrera. Bah, en realidad, era
una repetición, un programa de homenaje póstumo. Estaba Reutemann comentando,
me acuerdo. El caso es que Senna aparecía de pie, con las manos apoyadas en el
alerón trasero de su auto. Faltaban diez minutos para largar la carrera, todos
los mecánicos iban y venían apurados, ajustando los últimos detalles, el
director del equipo daba órdenes… y él seguía ahí, inmóvil. Parecía asustado.
Apenas tocaba el alerón del auto, pero sentía algo. Reutemann dijo: “es
impresionante verlo así… yo lo conocí bien, y él nunca se aislaba, ni tenía
miedo de correr. Es como si estuviese presintiendo la muerte.”
Al final se
subió al auto, y ya sabemos cómo terminó…
-Ahí tenés
–retomó Fabián su tesis-. El hombre moderno no puede hacer caso a sus
presentimientos casi nunca. Imaginate un piloto de fórmula 1, poner un auto en
la pista cuesta un millón de dólares. No puede decirle a sus patrocinadores
“Hoy no corro, tuve un presentimiento feo”. Le hacen un juicio millonario por
incumplimiento de contrato, funden a la escudería.
-El hombre
civilizado tiene menos control sobre su destino que el salvaje –sentencié-. Este
último decide si hace caso a las advertencias de peligro. El civilizado no
puede decidir solo, es un títere en manos del destino. Si el hado decide darle
una alternativa, entonces puede salvarse, si no, es boleta. Por ejemplo en el
caso del pasajero a quien un agorero anuncia la caída de su avión, podría
intentar cambiar su pasaje a último momento.
Corre al mostrador de la compañía, la
empleada busca en la computadora, y le dice “sí, hay un vuelo dentro de dos
horas al mismo destino, y viene con asientos libres. Puedo cambiar su tarjeta
de embarque sin costo alguno:” El tipo zafó. En cambio otro, en las mismas
circunstancias, corre al mostrador de la compañía, la empleada busca en la
computadora, y le dice “No es posible el cambio. Hasta 24 horas antes, pierde
el 10% del precio del pasaje. Hasta 12 horas antes, un 20%. Ahora faltan 45
minutos, pierde el 100% del valor abonado”. Entonces el tipo, a quien la plata
no le sobra, hace de tripas corazón y embarca… hacia el más allá.
Todos quedamos pensativos, rumiando nuestra
insignificancia. Las fuerzas invisibles son demasiado poderosas para el hombre.
Los dioses, así les llamaban los antiguos a esas fuerzas rectoras de los
destinos mortales.
-No hay destino,
sólo azar –sentenció a su vez Augusto.
-Difiero
sutilmente. El destino juega a los dados.
-Aprecio el
mérito filosófico de los dos –reconoció Quintana-. Pero no tiene caso empecinarse.
Ambas visiones son posibles.
Hizo una seña al maitre asomado en una punta
del salón. El hombre se le acercó y esperó instrucciones.
-Hoy hemos
alimentado bien nuestro espíritu, es hora de alimentar el estómago. ¡Que vengan
las empanadas, el vino y el locro!
La mención de estas delicias criollas
distendió los rostros, místicos y escépticos por igual.
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