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   Por aquel tiempo mi vida andaba bastante enredada; me había separado poco antes de mi mujer dando un portazo –esto es, sin definir nada-; en cuanto a mis hijos, ya eran lo bastante mayores para tomar su propio rumbo. Algunas amistades habían quedado en stand by; de modo que entré con ganas al club del Apocalipsis. Cuando recibí, tres semanas después, la nueva invitación de Quintana, sentí alguna sorpresa al saber que no se trataba de una reunión en su mansión de Palermo Chico, sino de un baile a medianoche en La Imperial. “Ahí se baila tango –pensé- y yo no sé ni un paso… Voy igual.”
    Cuando llegó la fecha convenida, no supe qué ponerme. El círculo de Quintana era un poco retrógrado, no daba para ir de jean y zapatillas. Tampoco de elegante sport. No, decidí, había que ir de traje. Eso simplificaba las cosas. Un ambo azul, bien formal. Pero como no renuncio a mis principios, me calcé una corbata cósmica de Star Wars, para aflojar la rigidez.
A las doce en punto me apersoné en La Imperial. Adentro se veían ya parejas practicando tango, con torpeza no exenta de sensualidad. Quintana y Antelo bebían whisky en una mesa al fondo, se alegraron de verme.
-¡Este es el Nuevo Armenonville! –soltó Quintana, quien a juzgar por su lenguaje y manera de vestir, parecía odiar al siglo XXI.
-No está mal –concedí-. Todo lugar donde se baila tango es un templo –dije para congraciarme con mis nuevos amigos.
   Quintana adoptó un aire sentencioso, como quien expone una verdad esencial.
-Acá venía muy seguido Tita Merello.
-¿En serio?
-Como lo oye. La diosa, la única, bailaba tango acá, sobre este mismo parqué.
-Ajá…
En ese momento hicieron su aparición dos mujeres deslumbrantes. Una era la señora bien puesta que veía History Channel. Venía vestida de época, con una capelina ladeada y vestido escotado, como una belleza de antaño. Se llamaba –mejor dicho, se hacía llamar, pues comprendí que en este círculo más de una usaba apodo- Eduviges. La otra era Malena, producida como en los años 20, con vestido ajustado y lentejuelas sobre la frente. Llegaron a nuestra mesa y nos saludaron con efusión.
-Hola, Maniquí! –soltó Malena, feliz por encontrarse en un ambiente tanguero.
-Vos siempre hermosa, Malena. –respondió Quintana, a quien evidentemente calzaba a la perfección el apodo, por su elegancia inveterada.
Heriberto se puso de pie a su vez.
-Eduviges… no hay palabras para describir tu belleza.
   Besó la mano de la dama, y luego no la soltó.
-¿Bailamos?
   Salieron a la pista, dejándonos solos a los tres. Yo me mantuve mudo, esperando que Quintana sacase a bailar a Malena, pero en lugar de eso, ella se volvió hacia mí con una sonrisa.
-¿Quiere practicar tango, Demetrio?
   Eché una mirada a Quintana, quien asintió con un gesto. Luz verde. Puse mi mano en el talle de Malena, y salimos a la pista. Ella se abrazó a mí con tal sensualidad, que me convertí en palo. Caramba, me dije, y eso que sólo estamos practicando. Seguí sus indicaciones, un paso adelante, luego freno, y ella hace fintas. Luego adelante otra vez, y ¡de pronto mi pareja salta a mis brazos con un impulso hacia arriba! La sostengo y giro 180° antes de depositarla de nuevo en el suelo. Un calor me invade el cuerpo, mientras simulo indiferencia. Nunca pensé que un baile podía ser tan… parecido a otra cosa. En suma, no lo hice mal, aunque todo el mérito era de ella. Bailamos tres piezas, y luego nos fuimos a sentar a un reservado. Pedí champán, qué más da. Malena me miraba a los ojos, pero yo no hablaba. Su lenguaje era la danza, no creía poder conectarme con ella de otra manera.
-¿Y? –urgió ella por fin.
-¿Y qué? –contesté, contumaz.
-¿Te gusto?
-Para nada.
    Ella se levantó, pero la retuve.
-Soltame, pesado.
-Era un chiste ¿no te das cuenta de que estoy loco por vos?
   No tenía sentido del humor. Así y todo volvió, y se sentó en mis rodillas.
-Decime ¿cómo es que sos tan maleva, vos? Tenés acento extranjero.
-Soy de Estocolmo.
-Ya me parecía…
-Vine hace cinco años, quería conocer el país del tango.
-Y vaya si lo conociste. Ya sos más tanguera que yo.
   Ella miraba para otro lado.
-Qué ¿nos vamos?
   Volvió a mirarme fijo. Estaba decidiendo si volver a jugar el juego con otro o pasar el resto de la noche conmigo. La mirada pudo más.
-¿Dónde me querés a llevar?
-A donde podamos bailar tango a solas.
  Mi respuesta pareció excitarla, porque se puso de pie enseguida.
-Vamos.
   Antes de salir, fue a hablar con alguien del local y pidió prestado un sombrero de varón.












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