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Eramos tres. Habíamos convenido que cada uno elegiría una excursión, o un destino, dentro de los Estados Unidos. Ya habíamos cumplido la elección de Quintana. Ahora le tocaba el turno a Malena.
-¿Dónde querés ir?
    Yo cruzaba los dedos para que no fuese de shopping. Y la estratagema resultó.
-Eduviges me escribió el mes pasado. Está viviendo en Utah, con Jeremy. Me gustaría visitarla.
-¿Ir a encontrarnos con los mormones?
    Quintana y yo estábamos atónitos.
-¿Seguro no querés ir de shopping?
   Malena negó con la cabeza. Había hecho su elección, y debíamos respetarla. Así pues, al día siguiente partimos en la todoterreno hacia Provo, donde vivían los felices recién casados. Atravesamos Kentucky, Illinois, Missouri, donde hicimos noche. Luego continuamos hacia el oeste por Kansas y Colorado. Una visita al Gran Cañón era de rigor. Aprovechando la solvencia de Quintana, volamos en helicóptero sobre aquel paisaje alucinante. Yo me sentía bastante mareado, ese aparato es apenas una caja ruidosa suspendida de una hélice, que amenaza irse a pique en cualquier momento.
-A veces es lindo no tener plata –declaré al aterrizar-, uno evita ciertas torturas.
   Por fin, al quinto día de haber partido desde West Virginia, llegamos al estado de Utah. Durante todo ese tiempo Malena y Quintana compartieron habitación. Esa noche, a punto de dormirme en el hotel de Salt Lake City, oí que golpeaban a mi puerta. Quedamente. Me levanté y entreabrí apenas, sin quitar la cadena.
-Es un poco tarde, Malena.
 -Me da pena que duermas solo. ¿No querés venir a nuestra habitación?
-Pues… no. Estoy bien así.
-El otro día la pasamos bien los tres.
-Sólo me gustan los tríos cuando hay una pared de por medio.
-No puede ser…
-Lo que me excita es el muro de concreto en sí.
-Me estás tomando el pelo.
-Para nada.
-¿Seguro no querés venir?
-Segurísimo. Buenas noches.
-Buenas… noches.

   De mañana salimos hacia Provo, a orillas del lago Utah. En media hora ya habíamos llegado. Yo iba conduciendo despacio por las calles de esta sosa ciudad, mientras el GPS me guiaba hacia la dirección de Eduviges. “Doblar a la izquierda por Brigham Young, avanzar una milla hasta la Iglesia del Ángel Moroni. Luego doblar a la derecha hasta el destino indicado. Ruta sin pavimento”. Ahora el paisaje era mayormente rural. Divisé la iglesia con su ángel dorado tocando la trompeta, había gente en misa, pues era domingo. Aparqué el carro junto a la alameda tras la iglesia y nos dirigimos a pie hasta la casa del pastor Jeremy Osmond. Era una construcción de madera bastante pintoresca, con humo saliendo de la chimenea y todo. Eduviges salió corriendo a recibirnos con su camisa de volados, como una colegiala.
-¡Malena, qué alegría!
-¡Edu, dichosos los ojos que te ven!
    Se abrazaron y saltaron un rato. Malena se apartó y la observó a ella y a la casa.
-¡No puedo creer el volantazo que le diste a tu vida!
-Soy feliz con Jeremy. Ambos le entregamos nuestra vida al Señor.
   Quintana puso cara de aburrimiento y se puso a mirar los pajaritos. Yo puse cara de circunstancias, pero me aburría también.
-Se van a quedar a almorzar. Hoy es domingo de Pentecostés, y tenemos preparado algo especial.
   En fin, me dije, la cosa no puede ser tan grave. Mientras haya morfi… Malena y Eduviges entraron a la casa, en tanto nosotros tomábamos asiento en los bancos puestos alrededor de una larga mesa dispuesta para muchos comensales. Al rato empezó a venir gente, familias con muchos chicos, todos mormones, evidentemente. Las mujeres trajeron roscas y otros alimentos a base de cereales, junto con bebidas sin alcohol. Nada parecía muy apetitoso.
   Quintana encendió un cigarrillo, dispuesto a reemplazar su almuerzo por humo. Ya todos se habían sentado a la mesa cuando aparecieron Jeremy y Jonas. Endomingados. Apenas nos vieron se quedaron cortados, pero ninguno nos habló. Fue Eduviges quien explicó nuestra presencia.
-¡Mis amigos de Buenos Aires vinieron a visitarme! Hoy es un día de felicidad, demos las gracias al Señor.
   Después de esto, debieron deponer cualquier interpelación agresiva, contentándose con lanzarnos unos saludos de lejos. Jeremy bendijo la mesa, y todos menos Quintana empezamos a comer.
-¿No vas a probar nada, Aniceto?
-Disculpame, Eduviges. En Colorado comí algo indigesto, y prefiero no meterle nada al estómago.
    Era una excusa evidente, pero irreprochable. Quintana no deseaba deberle nada a Jeremy. Yo no tenía tantos escrúpulos, sobre todo porque recordaba al mormón atiborrándose de canapés en las reuniones del club.
-¿Y cómo la pasaron en el Gran Cañón?
-Genial. Me impresionó ese trampolín transparente sobre el abismo, no apto para suicidas.
-Tenemos que ir, Jeremy.
-Right.
   Por suerte había otra gente, eso nos libró a Quintana y a mí de una conversación forzada. Malena y Eduviges se pusieron al día, mientras la charla general seguía en inglés. A los postres, nuestra compañera se puso lírica.
-Me encanta el ambiente que tienen ustedes acá. Hay mucho amor, se nota.
-La comunidad mormona es el Nuevo Israel. Por eso desborda de amor.
-Perdón, pero… ya hay un Israel en Medio Oriente. ¿Para qué hace falta otro?
-Usted no entiende –intervino Jeremy- el Nuevo Israel está profetizado en la Biblia. Dios tiene su Pueblo Elegido para cada dispensación; Israel fue el Pueblo Elegido en tiempos de Moisés, nosotros somos el Pueblo Elegido en tiempos de Jesucristo y Joseph Smith.
-Ah caramba… hay un atasco de Pueblos Elegidos en la autopista a la Nueva Jerusalén…
-Oiga ¿usted vino a provocar?
   Jeremy se levantó de su asiento y vino hacia mí, secundado por el bueno de Jonas. Quintana y yo nos pusimos de pie para recibirlos; la reunión entera quedó muda de repente.
-Ahora mismo se van de acá –ordenó Jeremy con cara de pocos amigos.
   Por toda respuesta, Quintana le metió un puñetazo ascendente a la mandíbula. La cabeza de Jeremy se sacudió hacia atrás y adelante como si fuese un muñeco, y cayó al suelo cuan largo era.
-Eso es por haber violado mi oficina.
   Los mormones murmuraron “Oh” todos a la vez, como si fuesen un coro. Eduviges puso cara de no entender cómo su magnífico reencuentro con amigos podía terminar así. El bueno de Jonas no se estuvo quieto, no. Antes de darme cuenta, me surtió un trompadón cuyo efecto fue lanzarme debajo de la mesa. Los libros de autoayuda aconsejan utilizar las emociones de manera positiva, y eso hice yo: sentí tal cólera que me levanté con mesa y todo, sosteniéndola sobre mi cabeza. Un segundo después caía sobre el bueno de Jonas, reduciéndolo a paciente con politraumatismos de diversa gravedad. Pero la pelea no había terminado. Eduviges, indignada, quería lanzarse sobre Quintana. Malena se lo impedía, abrazándola por detrás.
-Tranquila, Edu. Tranquila.
-¡Tranquila un carajo!
   Eduviges se zafó con el grito, y le metió un codazo a Malena en plena cara. Nuestra heroína comenzó a sangrar por la nariz. Pensé que iba a ponerse a llorar, pero en lugar de eso, giró como un torbellino y acertó una violenta patada de kung fu sobre la nuca de Eduviges. ¡Knock Out triple!
  
   Fuimos a buscar nuestro vehículo bajo las reprobadoras miradas de los mormones. Al pasar junto a un grupo de niños, oí un fragmento de diálogo:
-¿Who the hell are they?
-The Argies…











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