13


-¿Es la Casa Blanca? –preguntó Malena.
   Si no supiera dónde estábamos, yo hubiese preguntado lo mismo.
-No. Es el hotel Greenbrier.
-¡Guau!
   En efecto, guau. Columnatas soportando un frontis triangular estilo griego, extensas alas con cientos de habitaciones, todo enmarcado por una alfombra de césped y arboledas magníficas.
-¡Welcome! ¿Do you speak English?
-No –mentí. Odio escuchar explicaciones en inglés-. Sólo español.
-Okey. Wait a minute, please.
   Al rato vino hacia nosotros un hombre de anteojos espejados conduciendo un grupo de cinco turistas, evidentemente hispanos, como les dicen aquí.
-Hola, yo soy Pedro, y seré vuestro guía.
    Nos unimos al grupo, y Pedro sostuvo su sombrero con la mano en alto para hacerse ver, mientras lo seguíamos entre los demás grupos de turistas por una calle que iba bajando hacia un portón portentoso, valga la aliteración. Pedro se puso frente a nosotros y explicó:
-Esta es la entrada principal al búnker subterráneo. La puerta pesa veinticinco toneladas y puede manejarla un solo hombre, gracias a un sistema de bisagras especial. Hay tres puertas similares correspondientes a otros tantos accesos, algunas disimuladas tras paneles adentro del hotel mismo. Todas están hechas de una aleación metálica especialmente concebida para no dejar pasar la radioactividad.
    Un portero digno de ese nombre abrió el gigantesco portón para nosotros, y entramos a un largo túnel cuadrado, muy bien iluminado, el cual lleva al corazón mismo del búnker. Desembocamos en una amplia sala de conferencias, lugar apropiado para oír algunas explicaciones de nuestro guía:
-Este bunker empezó a construirse en 1958, y fue terminado en 1961, en plena guerra fría. Fue pensado para albergar al Congreso de los Estados Unidos en caso de un ataque nuclear por parte de la Unión Soviética. En esta sala debían sesionar los legisladores.
    Seguimos nuestro recorrido, mientras yo pensaba en la inutilidad de esta primer instalación. ¿Con el país barrido por la radiación, hacía falta el parloteo de unos políticos comprados por diferentes lobbys para mantener sus intereses? Al cuete… aunque tal vez, en aquellos tiempos, los legisladores fuesen ligeramente más honestos. Más allá dimos con un gigantesco generador eléctrico y unos tanques de combustible; Quintana se detuvo y sacó una libretita en la cual anotó algo. El grupo continuó su avance hasta dar en un dormitorio colectivo con camas cucheta, muy poco digno de unos legisladores norteamericanos. El guía nos explicó:
-Hay dieciocho dormitorios en el bunker, con capacidad para albergar a mil cien personas. Con las provisiones suficientes, podían sobrevivir aquí sesenta días.
-¿A qué profundidad estamos? –pregunté.
-Doscientos diecinueve metros.
   Más allá encontramos las cocinas, un laboratorio, una farmacia, un consultorio odontológico y una unidad hospitalaria con doce camas.
 Quintana iba tomando algunas notas, e incluso se detuvo frente a una planta potabilizadora para dibujar un diagrama.
-¿Cuántos baños hay?
    Su pregunta tomó por sorpresa al guía, quien al no conocer el número exacto, salió del paso con una perogrullada.
-Cada dormitorio tiene sus baños.
    El recorrido bajo tierra continuó por un laberinto de pasillos, hacia la salida opuesta. Nuestro guía se detuvo para dar la última explicación frente a una pequeña compuerta rectangular abierta a medio metro de altura del suelo.
-Esta escotilla –dijo abriéndola- da a una cámara de descontaminación. Quienes venían del exterior debían depositar su ropa aquí, y una vez desnudos, rodeaban la cámara por aquel sector, donde múltiples duchas les quitaban el polvo y cualquier residuo radioactivo del cuerpo.
   Los turistas pasaron por turno la cabeza a través de la escotilla, y fisgonearon el interior de la cámara de descontaminación, donde no había nada para ver. Los últimos fuimos nosotros; no conforme con espiar la cámara, Malena quiso pasar su cuerpo entero a través de la escotilla, tal vez para mostrar una agilidad superior a los demás. El caso es que se trabó a medio camino, pues sus caderas no pasaban por la abertura. Quiso retroceder, pero el burlete de goma de la abertura se lo impidió, ya que estaba vencido hacia adentro de la cámara, y resistía el movimiento contrario. Quedó pues atorada, sin posibilidad de ir para adelante ni para atrás. Los demás turistas se habían ido sin esperarnos.  El fin del tour estaba próximo, y el guía –molesto a causa de nuestras preguntas complicadas y nuestras paradas intempestivas- aprovecharía la oportunidad para deshacerse de nosotros. Ya saldríamos cuando quisiéramos, él no se iba a quedar a esperarnos.
-Ayúdenme, no puedo salir…
-Esperá, voy del otro lado.
   Quintana abrió la puerta contigua a la escotilla y entró a la cámara de descontaminación.
-¡Ya la tengo, Demetrio, empújela para adelante!
   Yo puse las manos sobre las caderas de Malena, y comencé a empujarla, mientras Quintana la tiraba hacia sí.
-No pasa. Tiene demasiado culo.
-¡Dele más!
   Hacía más de una semana desde la última vez que tuve sexo con Malena, y el tacto de sus nalgas me provocó una erección. Del otro lado algo similar debía estar pasando, porque empecé a oír unos gemidos sordos. Al principio pensé que denotaban esfuerzo, mas luego sentí en ellos una nota de placer. En el peor de los casos, se trataba de un esfuerzo placentero. Malena gozando, y con sus nalgas a mi disposición, era más de lo que podía resistir, así que desabroché mi pantalón y… no necesito describir lo que siguió, ya puede el lector imaginarlo. Con los ojos cerrados penetré directo en el Paraíso…

   Recuperé la conciencia y el buen sentido a la vez. Abrí los burletes de goma con los dedos, al tiempo que Malena se tiraba hacia atrás. Por fin consiguió salir, no sin algunas raspaduras en la piel; Quintana reapareció justo cuando llegaba un grupo de turistas americanos. Mutis por la izquierda para los tres. Algunos minutos después atravesábamos la salida que da al campo de golf. Nuestra visita al búnker del Greenbrier había terminado.








No hay comentarios:

Publicar un comentario