-¿Es la Casa
Blanca? –preguntó Malena.
Si no supiera dónde estábamos, yo hubiese
preguntado lo mismo.
-No. Es el hotel
Greenbrier.
-¡Guau!
En efecto, guau. Columnatas soportando un
frontis triangular estilo griego, extensas alas con cientos de habitaciones,
todo enmarcado por una alfombra de césped y arboledas magníficas.
-¡Welcome! ¿Do
you speak English?
-No –mentí. Odio
escuchar explicaciones en inglés-. Sólo español.
-Okey. Wait a
minute, please.
Al rato vino hacia nosotros un hombre de
anteojos espejados conduciendo un grupo de cinco turistas, evidentemente
hispanos, como les dicen aquí.
-Hola, yo soy
Pedro, y seré vuestro guía.
Nos unimos al grupo, y Pedro sostuvo su
sombrero con la mano en alto para hacerse ver, mientras lo seguíamos entre los
demás grupos de turistas por una calle que iba bajando hacia un portón portentoso,
valga la aliteración. Pedro se puso frente a nosotros y explicó:
-Esta es la
entrada principal al búnker subterráneo. La puerta pesa veinticinco toneladas y
puede manejarla un solo hombre, gracias a un sistema de bisagras especial. Hay
tres puertas similares correspondientes a otros tantos accesos, algunas
disimuladas tras paneles adentro del hotel mismo. Todas están hechas de una
aleación metálica especialmente concebida para no dejar pasar la
radioactividad.
Un portero digno de ese nombre abrió el
gigantesco portón para nosotros, y entramos a un largo túnel cuadrado, muy bien
iluminado, el cual lleva al corazón mismo del búnker. Desembocamos en una
amplia sala de conferencias, lugar apropiado para oír algunas explicaciones de
nuestro guía:
-Este bunker
empezó a construirse en 1958, y fue terminado en 1961, en plena guerra fría.
Fue pensado para albergar al Congreso de los Estados Unidos en caso de un
ataque nuclear por parte de la Unión Soviética. En esta sala debían sesionar
los legisladores.
Seguimos nuestro recorrido, mientras yo
pensaba en la inutilidad de esta primer instalación. ¿Con el país barrido por
la radiación, hacía falta el parloteo de unos políticos comprados por diferentes
lobbys para mantener sus intereses? Al cuete… aunque tal vez, en aquellos
tiempos, los legisladores fuesen ligeramente más honestos. Más allá dimos con
un gigantesco generador eléctrico y unos tanques de combustible; Quintana se
detuvo y sacó una libretita en la cual anotó algo. El grupo continuó su avance
hasta dar en un dormitorio colectivo con camas cucheta, muy poco digno de unos
legisladores norteamericanos. El guía nos explicó:
-Hay dieciocho
dormitorios en el bunker, con capacidad para albergar a mil cien personas. Con
las provisiones suficientes, podían sobrevivir aquí sesenta días.
-¿A qué
profundidad estamos? –pregunté.
-Doscientos
diecinueve metros.
Más allá encontramos las cocinas, un
laboratorio, una farmacia, un consultorio odontológico y una unidad
hospitalaria con doce camas.
Quintana iba tomando algunas notas, e incluso
se detuvo frente a una planta potabilizadora para dibujar un diagrama.
-¿Cuántos baños
hay?
Su pregunta tomó por sorpresa al guía,
quien al no conocer el número exacto, salió del paso con una perogrullada.
-Cada dormitorio
tiene sus baños.
El recorrido bajo tierra continuó por un
laberinto de pasillos, hacia la salida opuesta. Nuestro guía se detuvo para dar
la última explicación frente a una pequeña compuerta rectangular abierta a
medio metro de altura del suelo.
-Esta escotilla
–dijo abriéndola- da a una cámara de descontaminación. Quienes venían del
exterior debían depositar su ropa aquí, y una vez desnudos, rodeaban la cámara
por aquel sector, donde múltiples duchas les quitaban el polvo y cualquier
residuo radioactivo del cuerpo.
Los turistas pasaron por turno la cabeza a
través de la escotilla, y fisgonearon el interior de la cámara de descontaminación,
donde no había nada para ver. Los últimos fuimos nosotros; no conforme con
espiar la cámara, Malena quiso pasar su cuerpo entero a través de la escotilla,
tal vez para mostrar una agilidad superior a los demás. El caso es que se trabó
a medio camino, pues sus caderas no pasaban por la abertura. Quiso retroceder,
pero el burlete de goma de la abertura se lo impidió, ya que estaba vencido
hacia adentro de la cámara, y resistía el movimiento contrario. Quedó pues
atorada, sin posibilidad de ir para adelante ni para atrás. Los demás turistas
se habían ido sin esperarnos. El fin del
tour estaba próximo, y el guía –molesto a causa de nuestras preguntas
complicadas y nuestras paradas intempestivas- aprovecharía la oportunidad para
deshacerse de nosotros. Ya saldríamos cuando quisiéramos, él no se iba a quedar
a esperarnos.
-Ayúdenme, no
puedo salir…
-Esperá, voy del
otro lado.
Quintana abrió la puerta contigua a la
escotilla y entró a la cámara de descontaminación.
-¡Ya la tengo,
Demetrio, empújela para adelante!
Yo puse las manos sobre las caderas de Malena,
y comencé a empujarla, mientras Quintana la tiraba hacia sí.
-No pasa. Tiene
demasiado culo.
-¡Dele más!
Hacía más de una semana desde la última vez
que tuve sexo con Malena, y el tacto de sus nalgas me provocó una erección. Del
otro lado algo similar debía estar pasando, porque empecé a oír unos gemidos
sordos. Al principio pensé que denotaban esfuerzo, mas luego sentí en ellos una
nota de placer. En el peor de los casos, se trataba de un esfuerzo placentero. Malena
gozando, y con sus nalgas a mi disposición, era más de lo que podía resistir,
así que desabroché mi pantalón y… no necesito describir lo que siguió, ya puede
el lector imaginarlo. Con los ojos cerrados penetré directo en el Paraíso…
Recuperé la conciencia y el buen sentido a
la vez. Abrí los burletes de goma con los dedos, al tiempo que Malena se tiraba
hacia atrás. Por fin consiguió salir, no sin algunas raspaduras en la piel;
Quintana reapareció justo cuando llegaba un grupo de turistas americanos. Mutis
por la izquierda para los tres. Algunos minutos después atravesábamos la salida
que da al campo de golf. Nuestra visita al búnker del Greenbrier había
terminado.
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