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   “Señores pasajeros, ajusten sus cinturones por favor. En quince minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Atlanta.”
   Desperté sintiendo dolor en el cuello. Bien dijo Orson Welles “Hay sólo dos emociones posibles durante un viaje en avión: el aburrimiento o el pánico”. Yo había sentido las dos, la última cuando el avión cayó en un pozo de aire sobre el Golfo de México. Un grito de terror unánime me despertó, pero al siguiente minuto estaba dormido de nuevo. Ahora miré a mis compañeros: Malena dormía abrazada a Quintana. Se había teñido el cabello de negro  azabache para agradarle, sin necesidad de usar peluca. Era justo, él le había pagado el viaje. Comencé a llenar mi formulario de migraciones: “¿Planea cometer algún atentado terrorista en suelo norteamericano?” No sé quién redacta estos formularios, seguro es un genio. Casi tildo “Sí”, pero los yankis no tienen sentido del humor. Sólo les salen chistes involuntarios.
“No planeo un atentado”.
“No llevo drogas prohibidas conmigo”.
“No tengo ninguna enfermedad contagiosa”.
“No escupiré cuando suene el himno de los Estados Unidos”…

   Hacía una hermosa mañana. Para mí los viajes empiezan al día siguiente de haber llegado y dormido en un hotel decente. Encontré a mis compañeros en el desayunador.
-¡Buenos días!
-¿Dormiste bien?
-Perfecto. ¿Y ustedes?
-De maravilla.
   Malena y Quintana compartían habitación. Bien por ellos.
-¿Dónde vamos hoy?
-Al hotel Greenbrier.
-¿Para qué mudarnos de hotel? Este me parece muy bueno.
-No nos mudaremos. Bajo el hotel Greenbrier está el búnker nuclear.
-Ah…
   Me serví café y una tostada con mermelada. No quise huevos con beicon, ni mantequilla de maní, ni salchichas… estos americanos desayunan como cerdos. Con razón su índice de obesidad llega a la estratósfera. Al salir del hotel me esperaba una agradable sorpresa.
-¿Vamos a ir en esto?
   Aparcada frente a la puerta había una 4x4 Mercedes. El chofer se bajó y entregó las llaves a Quintana.
-¿Trajo su registro de conducir, Demetrio?
-A ver… siempre lo llevo conmigo. Sí, acá está.
-Conduzca usted, entonces.
   Me entregó las llaves y nos subimos. Nunca había manejado un vehículo más dócil. Salimos pronto de la ciudad rumbo al Greenbrier. En la autopista me cuidé de no rebasar el límite de velocidad, había visto demasiadas persecuciones policiales en el cine, y no deseaba protagonizar una.
-¿Porqué quiere conocer ese búnker, Quintana?
-Usted y yo sabemos lo que se viene. Cuando concebí mi Cápsula del Tiempo, creía en un cataclismo lejano, del cual quise preservar ciertas cosas. Ahora esa tormenta lejana se nos viene encima, nos jugamos el cuero. Necesitamos un búnker.
-Salvar a las personas, no solamente las cosas…
-Exacto. Por eso estamos aquí, para aprender. Los americanos saben mejor que nadie cómo proteger a un grupo de supervivientes de un holocausto.
-Porque ellos mismos lo provocarán.
-Un huracán solar en ausencia del campo magnético sería muy similar a un holocausto atómico.
-Según leí, en Hiroshima la explosión creó un vacío atmosférico, llenado luego por vientos de cuatrocientos kilómetros por hora. Ese vendaval terminó de derribar las estructuras remanentes. Nada quedó.
-Ahá.
   Malena nos miraba alternativamente, como a dos locos. No creía una palabra de cuanto decíamos, ni le preocupaba en lo más mínimo el Cataclismo de Fuego. Tal vez tuviese razón.








                                                            

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